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OS
hombres de ciencia son sujetos muy
raros. Generalmente estudian durante muchos años en universidades o institutos
de educación superior y cuando por fin terminan sus doctorados y ya poseen sus
flamantes diplomas, en lugar de dejar los libros y ponerse a trabajar en su
profesión, haciendo que rinda jugosos frutos económicos como justa compensación
a todo el tiempo invertido en adquirir una preparación tan completa y
conocimientos tan refinados, la mayor parte de ellos busca una posición en alguna
institución académica donde pueda seguir estudiando toda su vida.
En nuestro medio es tradicional que las plazas de investigador de
tiempo completo en instituciones académicas o del sector público estén
remuneradas por sueldos miserables, que ni en los viejos tiempos ("todo
tiempo pasado fue mejor") alcanzaban para sostener aun de la manera más
modesta al hombre de ciencia y a su familia. En vista de ello, el científico
mexicano está obligado a buscar recursos económicos adicionales para cubrir sus
mínimas aspiraciones humanas, lo que generalmente encuentra en la otra
ocupación académica más pobremente remunerada que existe, que es la de
profesor. La combinación investigador-profesor universitario del nivel
académico más elevado, que sólo se alcanza después de largos años de trabajo,
recibía hasta antes de la iniciación de la crisis económica actual (digamos,
hasta antes de 1983) una remuneración tan baja que era difícil explicar cómo
podían vivir esos héroes; después de iniciada la doble espiral de la devaluación
y la inflación el fenómeno se ha hecho totalmente inexplicable y el heroísmo se
ha agigantado.
Finalmente, sabemos que el investigador científico pasa buena
parte de su tiempo en un estado de angustia, incertidumbre y preocupación ante
la posibilidad de estar equivocado en sus hipótesis, o cuando sus experimentos
arrojan resultados que no acierta a comprender, o cuando tiene que explicar a
las autoridades responsables de concederle fondos para desarrollar sus trabajos
(¡una vez más!) para qué sirve lo que está haciendo.
Si la ciencia es tanto trabajo, si en nuestro medio está tan mal
remunerada como profesión, y si su ejercicio produce tanta angustia, ¿cómo es
posible que todavía haya personas inteligentes que se dediquen a ella? Una vida
dedicada a la investigación científica debe tener algún atractivo tan poderoso
que cancele las desventajas mencionadas y justifique al que la elige, por lo
menos ante sí mismo, ante su sufrida familia y ante sus colegas en la ciencia.
Ese atractivo es la propiedad científica, algo que le pertenece al hombre de
ciencia y que lo juzga tan precioso que sacrifica todo lo demás por poseerlo.
La propiedad del investigador científico es la prioridad de sus ideas. Cuando a un hombre de
ciencia se le ocurre una buena idea se le hace tarde para comunicársela a toda
la comunidad interesada, pero no como una idea sino como su idea. Ésta es su propiedad más
genuinamente personal, es lo que distingue a su trabajo del de todos los demás
hombres de ciencia del mundo. La prioridad en las ideas se defiende por todos
los medios; hasta el científico más bondadoso y tranquilo se transforma en un
basilisco cuando se pone en entredicho la prioridad de sus ideas. Es natural
que así sea, porque se trata de la esencia misma del hombre de ciencia, que
sólo existe como tal en la medida en que genera ideas originales sobre la
naturaleza.
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